LO ÍNTIMO, LO PRIVADO Y LO PÚBLICO
A mucha gente se le llena la boca con palabras como “respeto”, “cortesía” o “convivencia”. Pero antes de utilizar determinados términos convendría aprender su significado. ¿Realmente el hecho de que los bares, restaurantes y discotecas sean lugares públicos o privados tiene más importancia que esos conceptos?
Uno de los argumentos más pesados que esgrimen los defensores del tabaco, es la ilegitimidad de un control estatal sobre las normas que deben imperar en los locales de hostelería. Son muchos los que aseguran que no pueden imponerse leyes que salvaguarden la salud de los que allí entren, aduciendo que se trata de recintos privados. Sin entrar en consideraciones legales acerca de si realmente son espacios públicos o privados, procederemos a un acercamiento en un plano más filosófico y deontológico a través de un artículo de Ernesto Garzón Valdés titulado Lo íntimo, lo privado y lo público. La lectura del texto invita a una reflexión que va más allá de lo que está objetivamente permitido, de lo que es legal o administrativamente público o privado. Nosotros no valoraremos si el Estado tiene potestad para prohibir el consumo masivo de droga en espacios privados (en los públicos sobra advertir que la tiene), simplemente ofrecemos una síntesis del artículo de Garzón Valdés (que, aclaramos, no trata del tabaco) y cada uno que extraiga sus propias conclusiones.
«La privacidad es el ámbito donde pueden imperar exclusivamente los deseos y preferencias individuales. Es condición necesaria del ejercicio de la libertad individual (…) para sostener la necesidad de un ámbito reservado a un tipo de situaciones o relaciones interpersonales en donde la selección de los participantes depende de la libre decisión de cada individuo. (…) Cuáles sean los límites de la privacidad es algo que depende del contexto cultural y social. (…) Lo público está caracterizado por la libre accesibilidad de los comportamientos y decisiones de las personas en sociedad.
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Si lo íntimo está caracterizado por su total opacidad, lo que caracteriza a lo público es la transparencia. Entre estos dos extremos cabría ubicar el ámbito de lo privado como aquél en donde impera una transparencia relativa. En efecto, la privacidad, tal como aquí es entendida, requiere necesariamente la presencia de, por lo menos, dos actores. Es la interacción entre ellos lo que impide la adopción de una total opacidad ya que ella volvería imposible toda comunicación. En el ámbito de lo privado, la discreción es sustituida por reglas de comportamiento, muchas de ellas válidas sólo dentro del ámbito privado, pero cuya calidad moral no depende de la capacidad de imposición por parte del legislador privado ni del consenso de sus destinatarios. La moral privada no es una moral diferente de la pública sino que ambas son manifestaciones de una única moral.
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En la esfera de lo público tratamos de preservar nuestra íntima personalidad y el área de nuestra privacidad a la que sabemos amenazada por un doble peligro: el de la intromisión de terceros que intentan saltarse el cerco protector de nuestra vida privada y el de la imposición de regulaciones públicas que tienden a controlar el impulso egoístamente expansivo de la privacidad.
Sabemos entonces que nuestro comportamiento deberá adecuarse a exigencias sociales cuya violación puede traer aparejados costes inexistentes en la esfera de lo privado. El ámbito de la CONVIVENCIA PÚBLICA impone restricciones normativas que son las que están en la base de toda organización social que desee superar la inseguridad que resultaría del intento de hacer valer incontroladamente nuestros deseos y preferencias. Ésta es la idea que está en la base de toda justificación del Estado, también la de un Estado mínimo. Una diferencia básica entre este tipo de Estado y el Estado social de derecho consiste en que mientras de aquél se espera una defensa efectiva frente al primero de los peligros y una abstención total de intervención en lo privado, el Estado social debe no sólo protegernos frente a terceros sino asegurarnos la provisión de bienes únicamente obtenibles a través de una reducción de nuestras preferencias privadas.
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Las restricciones normativas poseen diferente intensidad según el tipo de comportamiento que regulen y el respectivo diseño institucional. Desde el punto de vista de su eficacia, lo relevante es que efectivamente se cumplan, sin que importe el hecho de que ese cumplimiento se lleve a cabo con entusiasmo, por convicción íntima y adhesión interna al contenido de aquéllas o por conveniencia personal. A su vez, la calidad moral de estas restricciones no depende de la adhesión interna de sus destinatarios. El consenso fáctico no es una buena pauta para juzgar la calidad moral de disposiciones normativas. Lo es, desde luego, para la estabilidad del sistema que ellas integran.
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Nuestra convivencia pública nos obliga, por lo pronto, a practicar aquello que Thomas Hobbes llamaba "pequeña moral" (Small Moralls). (…) Los comportamientos que prescribe la Small Moralls suelen adoptar una versión relativamente inofensiva que llamamos CORTESÍA. Así, por ejemplo, el simple saludar al vecino y al conocido o el ceder el asiento a una señora en el autobús son actos si se quiere triviales, pero que tienen alguna relevancia moral ya que suelen ser expresión de RESPETO al prójimo y contribuyen a una convivencia más agradable.
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Justamente porque sabemos que no podemos subsistir en nuestro estrecho recinto de lo privado, formulamos y aceptamos (aunque sólo sea retóricamente) reglas más exigentes, que imponen una severa limitación a nuestros DESEOS EGOÍSTAS. Si queremos que la empresa social sea exitosa y suponemos que ella sólo puede serlo si superamos las limitaciones del Estado mínimo, tenemos que admitir dos principios básicos: la prohibición de dañar al prójimo (el harm principle tan claramente formulado por Mill) y la obligación de contribuir a la generación de bienes públicos, es decir, de renunciar a comportamientos parasitarios.
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La cada vez más intensa “invasión” de lo público en lo privado y la creciente disponibilidad de medios técnicos que la posibilitan son motivo de manifiesta inquietud. (…) Todo ciudadano de una sociedad democrática y liberal estaría dispuesto a aceptar que las inspecciones de los ministerios de Finanzas y la imposición de la educación pública obligatoria son “invasiones” justificables en la esfera privada, a pesar de que reducen el ejercicio de la autonomía familiar. (…) Lo importante es subrayar que sólo cediendo parte de la autonomía familiar es posible asegurar una mayor justicia en el ámbito público.
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Común a todos estos casos es la ampliación de la esfera pública con miras a salvaguardar los dos principios ya mencionados que hacen posible una supervivencia aceptable en condiciones de libertad e igualdad: la prohibición del daño a terceros (como en el caso de la violación dentro del matrimonio) y la obligación de contribuir a la creación de bienes públicos (como en el caso de las cargas fiscales y de la educación de las nuevas generaciones). La esfera privada no puede, en este sentido, ser un coto reservado para la comisión de delitos. No hay duda que toda intervención en la esfera privada significa una reducción del control individual, pero una sociedad no deja de ser decente porque no admita la impunidad en la esfera privada».
GARZÓN VALDÉS, Ernesto. Lo íntimo, lo privado y lo público. IFAI. Cuadernos de Transparencia. No. 6, México.
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